martes, 7 de octubre de 2014

SOFOCADA (relato)





El octubre estaba siendo francamente raro. Apenas habíamos tenido verano y el sol del otoño, era intenso.

Cuando estaba de despedida calentaba tanto los cuerpos que un podía sentir achicharrarse la piel en un instante. Pero tras esos rayos de sol perturbadores que incendiaban hasta el instinto, el frío de la noche, la soledad, la oscuridad.

Llegué y el sol me había estado dando de cara. Mi piel sudaba. Mi cuerpo ardía. Me metí en la ducha. Dejé que el agua saliera los más fría posible. No me calmaba. Necesitaba algo más. Abrí mis piernas y dejé que el agua de la alcachofa de deslizara por mi sexo. La presión era fuerte. El golpeteo de la presión del agua en mi clítoris desató unos gemidos primero algo tímidos. Al poco tiempo nada contenidos. Al final eran gritos orgásmicos de placer. Con la mano que quedaba libre, empecé a acariciarme los pechos. Me tocaba uno, luego el otro. Pellizqué suavemente los pezones que eran piedras duras y ansiosas. Mi cuerpo se estremecía de placer. Cuando llegó el momento del clímax supremo, tuve que apoyarme de espaldas contra la pared para no caerme.

Había estado bien pero… para mi aquello era poco, demasiado poco. Necesitaba más.

En ese mismo instante alguien llamó al interfono. Era un antiguo vecino que se había divorciado hacía poco y venía a dejarme unas llaves para su ex mujer. Abrí la puerta con el albornoz solo. “¡Madre mía!” Pensé. “¡Que bien le ha sentado el divorcio!”. Llevaba una camisa negra corta, un tejano desgastado y barba de dos semanas. Su pelo, un poco largo, era rubio oscuro. Su piel morena como la canela, un templo afrodisíaco que jamás había contemplado tan cerca y a solas.

Me pidió perdón al verme con el albornoz. Dijo que no quería molestarme. Le dije que no se preocupara. Vi que suda. Le ofrecí un vaso de agua fresca. Dijo que gracias, que necesitaba refrescarse. Mientras vertía el agua en un vaso de cristal, pude ver sus ojos inflamarse a mi espalda. El calor le había sentado tan mal como a mí. Estábamos solos y ambos, éramos completamente libres para hacer lo que nos viniera en gana. Me giré para darle le vaso. Se mordió el labio inferior después de beber. ¡Ardía de pasión!

Se acercó al mármol para dejar el vaso y su cuerpo quedó a escaso centímetros del mío. Sin mediar palabra se quedó ahí, esperando mi reacción. No retrocedí ni un centímetro. Lo deseaba más que él a mí.

Deslizo uno de sus dedos por el medio nudo del cinturón de mi albornoz y me quedé desnuda frente a él. Pude ver como se abultaba su sexo debajo de los botones de su bragueta. Me agarró de forma brusca y empezó a besarme. Desabroché su camisa como si quemara. Él con la otra mano, desabrochaba su cinturón y su pantalón. Me cogió en volandas y me subió donde había dejado el vaso. Este cayó al suelo hecho pedazos. Ni nos dimos cuenta. Bajó su boxer y dejó liberado su descomunal sexo. Me embistió como nadie jamás lo había hecho nunca. Me follaba de forma incoherente, dura, fuerte. Empujaba como una bestia salvaje que llevara siglos contenida. Me derramé una, dos, tres veces mientras me la clavaba cada vez más adentro, sin darme tregua. Notaba su fuerza y deseaba que no parara. Otro orgasmo, y otro y otro mas llegaron a mi sexo y el seguía duro, sin haber perdido las fuerzas. Un grito desgarró mis gemidos y su leche, se vertió dentro de mí cayendo por el interior de mis muslos hacia abajo.

“Se ha roto el vaso” – me dijo él.
“Cuidado no te cortes” – le dije yo.

Aquel día, cuando se fue, sólo puede pensar en una cosa: “No sé como puede existir una mujer tan gilipollas como para dejar escapar a un semental así”.

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