jueves, 6 de octubre de 2016

MIEDO (escrito)


 

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El agua corría con virulencia por las calles. La calzada, las aceras, ya no existían. Todo lo que conocía como terreno seco se había convertido en un río improvisado que se encauzaba hacía la parte baja de la ciudad. Caminaba sin paraguas. Mis pantalones negros que calaron en apenas un minuto. Mi blusa se empapo un poco antes. La ropa interior se fue impregnando a la par. Mis tacones parecían pequeñas barcas submarinas que alternaban en el caminar, la parte aparentemente seca con el fondo de aquel arroyo que empezaba a hacerme resbalar levemente.

Nunca me asustó la lluvia. Me encantaba poder contemplarla desde mi coche, ya fuera conduciendo o desde un aparcamiento. Me deleitaba escuchar el golpeo apaciblemente delicioso contra el cristal de la ventana de mi habitación. Incluso mojarme nunca había sido un problema, pues me encantaba caminar bajo ella dejando que resbalara desde la parte alta de mi coronilla hasta mis tobillos sin prisa alguna. Cuando veía a la gente correr por las calles intentando evitar mojarse siempre me decía a mi mismo lo mismo: “¡Pobres insensatos! ¿Con creen que se duchan por las noches?”. Sin embargo, yo nunca corría. Supongo que si alguien se hubiera percatado de mi parsimonia, de mi placer simplemente por sentirme en unión con la naturaleza en aquel simple gesto de fundirse con el agua que caía del cielo, quizás también me hubieran considerada una insensata. Pero eso no me importaba.

Todo era perfecto. Sin prisa, sin estrés, sin tantos ruidos incómodos de la ciudad a mí alrededor, sólo el agua, chasquidos, salpicones, juego de percusión de aquellas lágrimas celestiales al chocar contra papeleras, coches, vitrinas, escaparates y demás mobiliario urbano. “¡Esto debe de ser la felicidad!” afirmé para mis adentros con una sensación de plenitud plena.

Mas un resplandor ilumino el cielo de norte a sur. Como si de un flash de una cámara se tratara. Cuando llegó el estruendoso eco que perseguía aquel fogonazo, mi cuerpo entero se quedó bloqueado por un instante. ¡Inmóvil de la cabeza a los pies! Luego, como si hubiera recibido la descarga de aquel relámpago, corrí como si me persiguiera una manada de ñués sin control. Poco me importaba ya ni la lluvia, pues algo había alterado por completo mi calma. Otro resplandor en el cielo, la replica sonara mas rápida que la anterior. Mis zancadas eran precipitadas. Ya no caminaba, corría. Debía alejarme lo antes posible de allí. Mi corazón me azoraba. Todo mi cuerpo temblaba pero no de frío. Sentía pavor, un pánico terriblemente horrible que me subía por la espalda. Un tercer fogonazo explotó delante de mí, como una aparición inesperada. El rumor estrepitoso y punzante me hizo replegarme como un ovillo de lana en mitad de la nada. ¡TENÍA MIEDO! Y no podía hacer nada.

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