viernes, 6 de marzo de 2015

YO NO SOY CHRISTIAN (relato)





Con todo el boom de la película de 50 sombras, aquel congreso se convirtió en un desfile infinito de malos aprendices con trajes caros, corbatas grises y sobretodo, con una fortaleza fingida. ¡Ninguno sabría mandar sobre las sábanas como una mujer de verdad necesitaba! Con el primer orgasmo se quedarían tan exhaustos que habría que avisar a la ambulancia más cercana para que recompusieran como pudieran lo poco que quedaba de ellos para que pudieran volver a sus hogares a ser los perfectos perritos falderos de sus esposas.

-        ¡Que cruel eres Anastasia! – me dijo mi compañera de stand.
-        Carla, ya te he dicho que no digas mi nombre. Lo odio desde que salió esa estúpida novela que ellas adoran y que ellos dicen no haber leído pero no paran de tratar de imitar.

Sí, yo me llamaba como la protagonista de esa trilogía. Sin embargo, no era como ella. No me gustaba que me mandaran, que me introdujeran en un mundo tan desconocido como el Bdsm como para la escritora de la novela más vista en cine del momento.

Salí a tomar el aire. Un hombre demasiado impetuoso, abrió la puerta con tanta fuerza, que me dio tremendo golpe en la frente. Me caí de espaldas y mi cabeza rebotó contra el suelo. ¡Dios! ¿Qué más me podría pasar? Al abrir los ojos, un gilipuertas de pelo oscuro y ojos claros me decía: “¿Te has hecho daño?” Estaba claro que el hombre no era un lumbreras. Estaba en el suelo, mareada, con un chichón delante y otro detrás de la cabeza. ¿Qué más necesitaba para saber que me había hecho daño?

Me ayudó a levantarme y me acompaño hacia fuera. Estaba un poco mareada y no me di cuenta que me dejó dentro de un coche. Él se fue pero su chofer, se quedó allí conmigo.

Se acercó con una toallita húmeda para mi cabeza. Cuando abrí los ojos pude ver a un hombre corpulento, con una gran melena moteada con canas que le quedaban de una forma deliciosa a la cara. Sus ojos eran castaños y vestía un uniforme de aquellos de conductor de limusinas que pensaba que no existían ya. Pero si existían y le quedaba francamente bien.

-        ¿Cómo estás? ¿Te apetece tomar algo?
-        Mejor aunque me encantaría algo con azúcar y burbujas.
-        ¿Una coca cola con hielo y limón?
-        ¡Perfecto!

Abrió una nevera y me la preparó. Me incorporé un poco y vi que estaba en la parte trasera de una preciosa limusina.

-        Creo que el golpe me ha afectado más de lo que creía. ¿Quién ese tio para venir a un congreso con un coche como este?
-        Alguien con pasta. Pero tranquilo. El no es Christian. Yo sí.
-        ¡No! No, no, no. ¡Odio esa novela!
-        ¿Y la película?
-        ¡También!
-        No te llamaras Anastasia.
-        ¡Sí!

Empezó a reírse. Le miraba confusa.

-        Perdóname. Me llamo Cristian, Cris para los amigos, pero sin H.
-        ¿Y porqué te reías?
-        Porque me pareces una mujer con la que me gustaría perder los estribos ahora mismo, aquí, sin nada más que placer sin dolor. Sexo salvaje, sin más ni más.

Me quedé sin palabras. Aquel hombre me gustaba desde que su mano me acercó su mano a la frente. Me lancé a su boca y empecé a besarle de forma fuertemente inapropiada. No le molestó. Le encantaba. Podía sentir mi fuerza, su lengua luchando con la mía, sus manos apresuradas despojándome de mis ropas.

Me puse encima de él. Estaba tan húmeda que su sexo se acopló al mío de forma perfecta. Empecé a moverme mientras me acariciaba mis pechos y pellizcaba mis pezones. Me encantaba que él me viera que disfrutaba, que sabía lo que me gustaba, que no necesitaba a nadie para proporcionarme el goce suficiente para hacerme alcanzar el clímax. Me detuvo en seco. Se medio incorporó:

-        Aquí somos dos.

Su mirada fija, su fuerza y sentencia en sus palabras, me excitó mucho. Mojó con la punta de su lengua mis erectos pezones. Luego los succionó de tal manera, que casi pierdo la cabeza de puro goce. Deseaba que no parara. Su boca iba de uno a otro dándome un placer supremo jamás imaginado. De golpe empezó a embestirme sentado. Sentía sus golpes de pelvis adentrándose en mí. Aquel movimiento me fascinó. No podía dejar de gemir, de anhelar que no parara, que siguiera. Estaba en sus manos, en su cuerpo, a su servicio sin ser servicial. Su cuerpo se estremeció. Noté como se derramaba y en ese mismo instante, su calor lechoso me hizo alcanzar el clímax supremo.

Fue algo instintivo, rápido, fugaz. No premeditado, sólo vivido entre dos protagonistas de sus propias vidas, sin guiones de por medio.

Cris y Anastasia, los reales, habían empezado una relación sexual. Y el amor, sin duda, estaba de más.

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