jueves, 5 de febrero de 2015

EL RETO (relato)





Sonia era una chica menuda. Medía un metro cincuenta y cuatro. Pesaba noventa y dos kilos. Cuando llegó a mí, buscaba ponerse en forma para el día de su boda. Faltaba un año y medio. Ella deseaba estar guapa, preciosa y desfilar como siempre había anhelado, como se merecía, como toda una princesa.

Yo era entrenador personal en un gimnasio. Ella venía a conseguir tonificación en su cuerpo pero antes… debía perder peso, mucho peso.

Sonia parecía una persona extrovertida a la que el exceso de peso que había cogido, la hacía estar muy acomplejada. Sin embargo poco a poco, con las clases, con las rutinas, ella iba consiguiendo lo que anhelaba conseguir.

Un día, Pablo, uno los chicos que venía cada día a entrenarse con un grupo de amigos, empezó a reírse al ver a Sonia corriendo en la cinta de andar. Yo estaba ayudando en musculación a otro chico. Cuando me acerqué a las bicicletas le escuché decir claramente: “¿Queréis ver a una albóndiga en movimiento? Sólo tenéis que mirar al frente”. Sus compañeros se reían. Sonia, de espaldas a ellos, no se percato de nada. Pero a mí me entró tal rabia que le cogí por banda y le dije: “Recuerda que tenemos derecho de admisión gilipollas. La próxima vez que te rías de una persona no te dejo entrar de por vida. ¿Estamos?”.

Los días fueron pasando. Dos quilos, diez, veinte, treinta y así iba ella siguiendo con su rutina sin perder ni un solo día.

La cambiaron de trabajo cuando llevaba siete meses en GYM. De venir a media tarde, tuvo que venir a última hora, antes de cerrar. A veces nos quedábamos solos y hablábamos durante un rato. Era una gran mujer, con la cabeza tremendamente bien amueblada. Tanto podías hablar de cine, como de política, como de comida, de arte,… de lo que fuera.

Faltaban tres meses para casarse. Ella llegó, como siempre, y se puso a calentar. Como siempre hablábamos a última hora, no me acerqué a ella hasta sin saber como ni por qué no, perdió el pie en la cinta y se cayó. Corrí a ayudarla y tenía los ojos llenos de lágrimas. Me la llevé a una sala donde hacíamos curas de primeros auxilios un tanto reservada. Le pregunté donde le dolía. No dijo nada. Le pregunté que le pasaba. No dijo nada. Al final, como si intentara sacarla de un shock le grité: “¡QUIERES DESPERTAR DE UNA VEZ!”.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas. Por fin rompió a llorar. La abracé para consolarla como un acto instintivo. Estuvimos un buen rato así. Cuando por fin pudo hablar, me dijo que había ido a su nuevo piso a llevar unos regalos. Cuando abrió la puerta escuchó como unos sollozos. Fue buscando los sollozos y cuando entró en su habitación se dio cuenta de que no eran lamentos, sino gemidos. Su novio se estaba tirando a otra en su cama.

No sabía como consolar a una mujer que había sido engañada por la persona en la que más confiaba. No sé que me impulsó pero acerqué mi boca a la suya y la besé. Ella me miró un poco extrañada. Luego me devolvió el beso. Levantó mi camiseta de deporte y empezó a lamerme el torso. Se deslizaba dulce y apasionadamente. Me alcanzó los pezones succionándolos de tal manera que no pude contener mis gemidos. Sus dientes los mordisquearon. El placer era sublime. Levanté su camiseta. Saqué sus pechos por encima del sujetador. Me vertí sobre ellos dedicando las mismas caricias que ella me había brindado a mí. Bajó mi pantalón y yo el suyo. Se dio media vuelta. La giré hacia a mí y la miré a los ojos: “No te escondas. No ahora. Deja que te mire”. En ese momento, se arrodilló ante mí, bajó mi boxer y empezó a lamer mi sexo. No dejaba de mirarme fijamente, sin apenas ruborizarse. Aquello me encantó. Verla tan entregada, tan sumisa, tan dispuesta, tan mujer ante mí. La levanté del suelo, arranqué sus braguitas, y la penetré. Sentí como algo en su interior se revolucionaba hasta tal punto que me bañó el sexo con su primer orgasmo. Necesitaba sentirse mujer y yo, torpemente, anhelando hacer que se sintiera mejor, lo había conseguido. Seguí haciéndole el amor, besándole la boca, mordisqueando sus pechos, frente a frente, como los hombres de verdad.

Notaba como estaba agradecida con cada gemido, con cada derrame, con cada lubrico acometer de su sexo y el mío.

No pude contenerme más y me vertí dentro de ella. Ella me aferró con fuerza para que no me apartara, para que ni una gota se perdiera.

“Nunca me había hecho el amor mirándome a los ojos” dijo con los ojos llorosos.

“Nunca habías estado con un hombre, Sonia. No te merecía. No le des más vueltas”.

Desde aquel día Sonia ya no vino nunca más al Gym. Pensé que yo había frustado su reto de alcanzar estar bella, de sentirse bien con ella misma. Lamenté que dejara de venir.

Varios meses después, en una cena con amigos, la vi con unas amigas. Me acerqué, la saludé.

“¿Por qué has dejado el Gym?” le pregunté un tanto apenado.

“Lo conseguí con creces. No sólo salí de allí siendo bella sino sintiéndome por primera vez en la vida, una mujer”.

Me sonrió. Aquello me bastó para comprender que a veces hace falta algo más que esfuerzo, tesón, coraje y persistencia. Las cosas más valiosas de esta vida se consiguen con el corazón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario