viernes, 22 de noviembre de 2013

LA ORDEN DE LAS TIJERAS OXIDADAS (escrito)



No puedo decir que fue fácil constituirnos. Todas habíamos sido vejadas por el mismo hombre que otra vez se encontraba en libertad gracias a este pésimo sistema judicial que tenemos en nuestro país.

 

Aún recuerdo cuando el juez nos llamó para informarnos de que al día siguiente sería liberado. Nada de arrepentimiento por su parte, nada de mejora del comportamiento, nada de interacción con los programas internos de prisión. Pese a todo eso, liberado, como si fuera una bomba de relojería, un animal cautivo liberado con más ansias de seguir haciendo más y más daño a las mujeres.

 

El juez nos dijo, sin mucha sensibilidad, que nuestro agresor sería puesto en libertad al día siguiente y,… ¿Sabéis que protección nos facilitaba? Tratamiento psicológico (si, un tanto irrisorio pero sin pizca de gracia para nosotras, las violadas, las victimas, la mujeres marcadas por el abuso).

 

Salimos de allí de nuevo sintiendo en nuestras propias carnes, lo que había sucedido. Desamparadas, asustadas, ultrajadas por la justicia.

 

Volvimos a casa y permanecimos un mes encerradas. Alguien se puso en contacto conmigo. Sólo una promesa tras la línea telefónica: nunca más volverás a sentirte estremecida. Esa promesa me hizo alzarme de la cama e ir al lugar que me habían citado.

 

Allí estábamos todas, todas las marcadas por aquel violador. Sólo una mujer diferente que nos alentaba a combatir el fuego con fuego. Nada grave pero si ilegal: llevar unas tijeras oxidadas en el bolso. Nos enseñó como usarlas en caso de ataque tanto frontal como posterior. No enseñó a dar media vuelta a las tijeras una vez clavadas para que la herida infligida no se cerrara. Los justicieros, los que imparten justicia, nos daban ayuda psicológica como solución a soltar a un monstruo capaz de volver a hacer todo lo que nos había hecho a nosotras. Y ella, una mujer que también había pasado mucho miedo en el pasado también por culpa de un violador, nos daba un arma, un arma blanca, que cualquiera podría llevar en el bolso sin ser acusada, a simple vista, de que fuera un objeto que se utilizara para defenderse.

 

La orden estaba creada. No éramos putas. No éramos vírgenes ni monjas. Éramos mujeres, mujeres estigmatizadas por el mismo individuo al que otra vez de le daba rienda suelta para poder campar a sus anchas por donde él quisiera y volver a atormentar mujeres.

 

Habían pasado sólo dos meses que le habían puesto en libertad. Yo volvía a casa del trabajo. Era la primera vez en sesenta días que iba sola por la calle. De golpe un olor familiar. El cuchillo en el cuello por segunda vez. ¡No! ¡No puede ser! ¡Otra vez no! Llevaba las tijeras en la manga de la chaqueta (siempre las llevaba allí por precaución desde la reunión). Grité NO, un no fuerte y ensordecedor. Al mismo tiempo saqué las tijeras, las hinqué fuerte bajo su cintura y dí media vuelta. Mi grito alertó a los vecinos. Ellos avisaron a la policía. Yo seguí allí, frente aquel hombre que se retorcía de dolor en el suelo entre un charco de sangre. Cuando llegaron estaba en estado de shock aún. Sólo podía alcanzar a decir: ‘¡Identifíquenle! ¡Identifíquenle! ¡Identifíquenle!’ Cogieron su cartera y metieron su nombre en un pequeño ordenador que llevaban a bordo. Al introducir el nombre salió sus antecedentes. Vieron el cuchillo que había caído a un metro escaso de distancia. Me preguntaron: ‘¿Necesita algo? ¿Podemos hacer algo por ti?’  Sólo alcancé a decir. ‘¡No llamen a una ambulancia!’

 

Ellos habían querido que me tomara la justicia por mi mano. Lo había hecho. El final había llegado por fin.

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