Era
sábado veintitrés de febrero de dos mil trece y en reloj acababan de anunciarse
la una de la mañana. Había personas en la primera salas de Hospital de la
comarca pero en la segunda sala sólo había un hombre, con ropa antigua, las
manos con guantes sin dedos, la cara triste y envejecida antes de tiempo. Su
mirada era dulcemente agradable pero a la luz de cualquier bombilla se podía
ver un destello de un secreto mal guardado.
El
responsable de seguridad del turno de noche lo miró como si de un sospechoso
con una bomba en el pecho se tratara. Era un hombre tosco, sin ningún respeto
por lo ajeno. Su uniforme adquirido por enchufe, denotaba que no estaba
capacitado para otro cargo que no fuera aquel. De su cinturón colgaba una porra
y de su ojos el reflejo claro de querer usarla lo antes posible.
Se
acercó al hombre de la segunda sala de espera y le preguntó de forma muy
autoritaria:
-
¿A quien
acompaña?
-
¿Yo? A mi hija
– respondió cordialmente el hombre.
-
¿Cómo se llama?
– el tono del iba creciendo en ira por parte del segurata.
-
Carmen
-
¿Carmen que más?
– aferró con decisión la porra con la sensación de que le estaban tomando el
pelo y que iba a tomar cartas en el asunto.
-
¡Vale hijo! No
acompaño a nadie. En la calle esta nevando y aquí se está bien. No estoy
molestando a nadie.
-
¡Esto no es un
albergue viejo! – le dijo desenfundando la porra como quien prepara una espada
para la primera embestida en un cuerpo inmóvil.
-
¡Hace mucho
frío!
-
O te vas ahora
o… - antes de que pudiera acabar la frase el hombre se levantó, salió de la
sala de espera y se fue a la calle.
Pasaron
las horas y llegó el cambio de turno. El de seguridad, ya vestido de paisano,
salió a la calle y se lo encontró justo en la puerta, sentado en el suelo. Pese
a que ya no vestía el uniforme y ya no debía “salvar” al hospital de “gentuza”
como él los solía llamar a los que no tenían casa, se acercó a él, le dio un
puntapié y antes de que le dijera nada, el cuerpo en la misma posición que se
encontraba, se cayó como si de una pieza de domino se tratara. Se acercó y de
seguida gritó pidiendo ayuda. ¡Ya era tarde! El frío de la noche había dejado
sin vida a aquel pobre hombre que yacía ya muerto en la puerta del hospital.
A
la mañana siguiente nadie escribió nada en el periódico sobre la muerte de
aquel hombre sin techo. Nadie le hecho en falta. Nadie reclamó su cuerpo. Nadie
sabía mucho de lo poco que había sucedido. Pero un chico, que entraba a las
diez de la noche a su turno, con la mirada aún desencajada, se calzó su traje
de responsable de seguridad del turno de noche, dejó su porra en la taquilla, y
se dirigió a hacer la guardia. En la segunda sala de espera había cuatro
personas con aspecto sospechoso como la noche anterior. Les miró. Le miraron.
Sacó monedas de su bolsillo y les dijo:
-
¿Alguien quiere
algo calentito de la máquina? ¡Invito yo!
Los
que allí estaban lo miraron primero incrédulos y luego, tras la sorpresa,
agradecidos por el café, el té, el cortado y el consomé que les dio a medida
que llegaban sus peticiones.
Uno
de ellos le dijo:
-
Es usted un
buen hombre.
Él
le miró con los ojos vidriosos y le respondió:
-
Un buen hombre
no deja morir a un semejante. Yo ayer maté a un hombre.
-
¿Se siente
culpable? – le dijo el que había pedido el consomé.
-
Me siento estúpido
por no haber visto lo obvio.
-
¡Lamentarse
esta bien! Torturarse ya no. ¿Siente que aprendió algo? – siguió preguntando
mientras sorbía su caldo aguado.
-
¡Más que en
toda mi vida!
-
Pues quédese
con eso y viva su vida como siempre. A los muertos hay que llorarlos una vez,
dos, diecinueve,… pero toda la vida no. ¡Eso no es vida!
El
hombre uniformado le miró, le sonrió afablemente y les dijo antes de retomar su
guardia:
-
¡No se vayan a
ir! Tengo que invitarles al café del desayuno.
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