viernes, 25 de enero de 2013

“BAR DE LA PERDIZ PERDIDA” (escrito)



Los pies se sabían aquel camino de memoria. Uno tras otros, sobre una acera estrecha de la parte mas olvidada del mundo terrenal, torpemente acicalada a causa del tiempo hasta la puerta de aquel bar dónde era uno más de la familia.

Llegaba a la puerta que abría con una ilusión que se perdió hace algunos años. Junta aquella estúpida ley redactada para gente que nunca había tenido voz propia, perdía el poder de disfrutar de uno de los placeres más dolientes de este mundo: el derecho a matarme poco a poco. Aquel humo, aquel perfume a alquitrán desgastado, el rumor que se oía cuando se encendía la cerilla y se empezaba a quemar la punta de una muerte lenta dulce, amarga, libre,… Con aquella legislación el médico también me sentenció a mi a vivir sin mi apacible veneno que me lapidaba según él y que yo sentía que me daba media vida.

Al entrar a mi bar ya no había aquel aroma a puro barato, a tabaco gastado, a chasquido intranquilo de uno de los compañeros de la mesa de cartas que volvía a perder y aplastaba de forma incontrolada la colilla contra el cenicero de cristal. ¡Todo eso ya no existía!

Me sentaba en mi taburete de costumbre y Anastasio se acercaba con mi café sólo que bautizaba delante de mi con aquel arte antiguo en el que el chorrito no era sólo una forma de decir,… te bendigo con el mejor mal que hace que el alma se eleve y tiemble el espíritu. Yo internamente gritaba “anamen” para no resultar religiosamente incoherente con lo que me habían enseñado durante tanto tiempo de dictadura, de educancia en ese Dios tan gratuito que nos tenían impuesto por activa y por pasiva a los que habían arrojado a sus brazos mas de un compatriota que había luchado por una patria desgastada que ya no tenía ni nombre propio.

Lo sorbía con esa tranquilidad que de los años esperando en la barra a mis compañeros de gesta. A ellos también los años les habían marcado durante mucho tiempo pero aquel lugar olvidado nos dejaba ser nosotros y ‘cagarnos en los muertos de más de uno si nos salía de los cojones’ como decía siempre Juan. Y es que lo que habíamos conseguido con ese tiempo que se nos había regalado según más de un inculto, nos permitía ser más nosotros que otros que seguían reprimiéndose hasta la hora de ir a cagar. ¡Nosotros si que habíamos pasado momento duros! Ahora sólo se vivía con una ignorancia tan grande que daba hasta pena escuchar a ese generación que ya no era X, ni Y, sino que era una generación que no tenía ni letra que encajara con tanta incultura de un pasado demasiado reciente. Algunos, los que tenían papas que podían pagar las multas, se llenaban la boca con palabras que ni entendía, con gritos a gentuza que no se merecía vivir en este país, eso si,… sin ir nunca sólo. ¡Qué lástima! No cojas a unos cuantos capullos más a los que has convencido o que te han convencido y en vez de vestirte con ropas de camuflaje, alístate para ser soldado y coge un rifle en una situación de guerra. A mi me gustaría verte en esa situación niñato sin tus papis para protegerte ni tus compinches sin cabeza.

Miré el reloj y era más tarde que de costumbre. Bebí otro sorbo de mi café y miré a la puerta con impaciencia. ¿Dónde se habrán metido Julio, Jorge y Juan?

Por fin aparecieron Juan y Julio por la puerta con las caras desencajadas y cabizbajos:

– ¿Qué pasa? ¿Por qué no ha venido Jorge? – pregunté un tanto impaciente por empezar nuestra partida de cartas.

Se sentaron a mi lado y esperaron a que les sirvieran el café.

– Jorge a muerto esta mañana de fallo al corazón – me dijo Julio mientras acercaba la taza de café solo a su boca.

– Hoy si que no regresará como aquel día que fuimos a cazar y se pasó tres horas buscando la perdiz que creyó haber matado – dijo Juan con cara desencajada mientras sorbía su café.

– No hay que estar tristes – dije con el corazón encogido. – ¿Cuándo es el funeral?

– Mañana, 20N. – dijeron los dos a la vez

– Bueno, al final alguien que valió la pena recordar, será enterrado con los honores que se merece en un día como ese – dije con una alegría compartida que sentí que también invadía a mis compañeros.

– Anastasio,…¡Tráenos cuatro copas de coñac y llénalas! – gritó Julio desde la otra punta de la barra.

– ¿No querrás decir tres? – respondió Anastasio algo confuso.

– No amigo, no. ¡Son cuatro! Hoy vamos a beber por última vez los cuatro y hay que hacerlo todos a la vez.

Sirvió las copas que alzamos a la vez gritando los tres: ¡POR JORGE! Al unísono.

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